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Alta tensión

La poesía de José Emilio Pacheco es un testimonio de la férrea presencia de Mnemosine aún en la tierra, diosa del tiempo, de la memoria y del recuerdo, a quien debemos la invención de la palabra y el lenguaje, y a la que nuestro poeta, fiel a su filiación, jamás deja de honrar

¿Qué flecha no deja nunca de volar?

La flecha que ha alcanzado su objetivo.

Vladimir Nabokov, “Una belleza rusa”.


Cuando la flecha da en el blanco no sólo punza y hiere —puesto que el dardo ha penetrado—, también eterniza su acción, permanece al vuelo clavada en su deseo. En esta imagen fragua la poesía de José Emilio Pacheco. Enamorada de su objeto, se clava en él y nunca deja de volar, así su empresa se eleve en altos aires o repte por el suelo, así navegue en los canales de la antigua Tenochtitlan o logre sumergirse en los reductos de sus manantiales. Siempre de viaje, registra y plasma con nitidez su gloriosa o infernal visión.


Se trata de un vuelo directo, que despliega lances y piruetas bajo un dominio pleno del lenguaje. Alta tensión en su equilibrio. Como las aves de altanería su vista se aguza y enfoca el lente ampliando su objetivo: el mar, la Ciudad de México, el amor y su fuga, la casa, la amistad y el conflicto de afectos, el trabajo, la poesía, el origen y el mundo que parece no tener fin. Bajo la óptica de la ironía, recrudece el sentido de la fábula al establecer estrechos símiles entre el hombre y algunos animales: el pez, el gato, la araña y su mortal maquinaria, el cangrejo, los pájaros y los monos, sin que la personificación y la moraleja aparezcan, sólo el procedimiento despiadado de su objetivo para sobrevivir.




Como raíz aferrada de yedra que persevera contra el asfalto para no morir, la poesía de José Emilio Pacheco es un testimonio de la férrea presencia de Mnemosine aún en la tierra, diosa del tiempo, de la memoria y del recuerdo, a quien debemos la invención de la palabra y el lenguaje, y a la que nuestro poeta, fiel a su filiación —dado que la poesía es una de sus hijas—, jamás deja de honrar. De ahí que hallen cabida en sus poemas personajes de la Conquista y la Colonia; de ahí que se reactiven, como si se tratara de hallazgos y paráfrasis, conceptos y relaciones trabajadas por los antiguos clásicos respecto al poder y su ejercicio, al abismo que cobra fuerza en la magnitud de los hoyos negros de la política vigente en el país.


La naturaleza del origen es una de las grandes preocupaciones de José Emilio Pacheco, una necesidad de volver al principio, puesto que allí encontraremos la fuente de vida, e irremediablemente, el acicate del fin. Este es “el arte del estrago” de nuestro poeta, revelar la dinámica que simultáneamente ejercen el tiempo y la propia existencia sobre los objetos hasta que de ellos sólo sea posible el recuerdo. Y aquí destaca su gran oficio: hacer del recuerdo la posibilidad de despertar los objetos y volverlos a la vida:


Un día fuimos a buscarlo y ya no estaba. Hasta los restos de las ruinas se hallan sujetos a la corrosión del tiempo. El casco se había disuelto por fin. Pero cuando el Sol se hunde en el océano un brillo metálico apagado recuerda por un instante el último testimonio de aquel naufragio. [“El arte del estrago”, La edad de las tinieblas, 2009.]


Y esta posibilidad de volver del naufragio, de despertar a la vida sólo se da con la imagen del agua de por medio, a través de este reflejo pasamos del paisaje marino al espejo de la rutina en la cotidianidad, que sólo nos presencia si regresamos a él.


Una poética de casa, que parte de los confines domésticos, del trabajo diario, del drama personal de la existencia e ilumina inesperadamente, con la luz de la observación y el trazo limpio, momentos triviales en apariencia carentes de fulgor. De esta manera, Pacheco hace de las “Tres y cinco”, la hora en que una familia se reúne a comer, un objeto de trascendencia, al introducir en un cuadro de costumbres la contemplación, no de los comensales, sino del ave que a diario baja a esa hora a acompañarlos.


Las aves juegan un papel importante en esta poética. Son medios de la revelación. El poema “Los pájaros” en su vuelo invoca e involucra una serie de elementos que registran la consumación de la totalidad. Un poder siniestro contra una población inerme se ve representado en la figura de aves negras —pichos, tordos o zanates— que se confunden con la noche. Una de las más graves tragedias colectivas del siglo XX, la bomba atómica, queda flotando en un ambiente amenazado por el terror; así registra esta verdad la mirada de un niño a través del cual nuestro poeta hilvana el pasado de unas vacaciones familiares con el presente del desencanto, los pájaros cayendo sobre los árboles como la bomba, hasta que sólo la noche cubre el paisaje donde había reinado la vida dando paso a los cuerpos arrasados por el incendio. Un gran poema de la concentración cuyo ritmo es sostenido por el aleteo inesperado y letal de imágenes que congregan la muerte impune. Un poema en el que cada palabra descubre una de las más terribles caídas de la humanidad.


La poesía de José Emilio Pacheco dispone del lenguaje sin miedo ni pudor, concentra una carga emocional que es antes que nada y por principio materia del verbo, puesto que pasa por su voz la combustión de la vida. El verbo dicta si el poeta ha decidido obedecer y José Emilio Pacheco es un cautivo del tiempo y del lenguaje. Del tiempo que le tocó vivir, del tiempo ido, del futuro que será tan inasible como el pasado, y de la magnificencia del lenguaje que posibilita su revelación. La realidad se muestra desde distintos ángulos hasta pronunciar su esencia y tiene como sostén la memoria. Así, la casa de su poética se ha convertido en caza de su escritura: ancho y vasto andamiaje, largo, alto y con un profundo amor por cimiento y por raíz. Una escritura cuyas herramientas y estrategias provienen de un marco definido: nosotros, las especies, la naturaleza a punto de perecer, los edificios derruidos, la historia que nos huye. Desde este espacio se ilumina la tinta, atravesando límites concisos que parten de los clásicos, afinando su tajo por amor a la patria, a la carne, al ser.


Como ya bien jugara en 1910 Rubén Darío, en su poema “Gaita galaica” de Poema de otoño, con el sustantivo amor y la acción del amar, y entre ambos, en el acto, nos descubriera un amargor:


Dices de amor y dices después

de un amargor como el de la mar.


En la poesía de José Emilio Pacheco amar a México ocupa planas de incansable búsqueda: testimonio, diario, paráfrasis, lecturas enlazadas; pasajes de distintas épocas, desde el descubrimiento de América hasta retratos de los años setenta o de la actualidad. Una magistral destreza en la síntesis y el acucioso registro de las páginas más oscuras de la historia. La consumación de la flecha es su acción punzante. Acto celebratorio cuando penetra el dardo.


Hace poco, en la Ciudad de México, alguien buscó colocar una cisterna debajo de su casa y las perforaciones provocaron un hallazgo al dar con un canal de Tenochtitlan; quizás por allí pasó la joven muerta, Eurídice, la del poema de Pacheco, vuelta al origen, hecha agua, golpeando subrepticiamente; luego desató sus fuerzas hasta hacer que temblara la tierra, provocó derrumbes de palacios en ruinas y modernas construcciones y logró que emergieran pirámides funestas. Pirámides, núcleos de piedra que la serpiente va rodeando para dejar en claro que es una sobre otra. Etapas, piedras, cada cincuenta y dos años como lo dicta el calendario azteca. Confluyen. Estos poemas confluyen como la historia que nos sostiene. Leen circularmente el tiempo. Son fuente de perplejidad, desconcierto por la esperanza que se va secando como tierra sin agua.


El ojo todo lo ve. Lo mismo ve al amor desnudándose en un parque sediento, que a la muchacha a quien arrastró el mar hasta volverla ola. Debajo de la tierra la vida toma forma. El mundo prehispánico está vivo en estas letras; Sor Juana —desde la Colonia— conversa con nosotros, ¿podemos enclaustrar su acción trascendente? La poesía de Pacheco es una flecha cuyo proyecto es certero, diestro, profundo y sencillo a un tiempo, una flecha que viaja y que congrega.


Pero como dice una de las Voces de Antonio Porchia: “El amor que no es todo dolor, no es todo amor”. Así rige este dios alado y ciego el tono elegiaco de una poética donde el tiempo presenta sus marcas, sus devastaciones y su carácter caprichoso e irrepetible. La honda huella que deja esta poesía es una herida abierta puesto que su flecha ha dado en el blanco.



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